sábado, 5 de marzo de 2022

(Recopilación) Yo Escribo 52 Historias - Semana 7 y 8 by Varios Autores

 
Yo Escribo 52 Historias BFD



Semana 7 - Abundancia / Selva
Semana 8 - Pecado / Noche


Varios Autores


Neus Sintes, María Elena Rangel, Freya Asgard, Salvador Alba, Katty Montenegro, Guillermo Arquillos, Eelynn Cuellar


Hello, Hello!!!

Y llega una recopilación quincenal más, en esta ocasión son las semanas 7 y 8 donde se han utilizado las palabras Abundancia/Selva y Pecado/noche. 7 autores y 14 relatos (en realidad 15 ya que Guillermo en la semana 7 lo hizo en dos partes solo que yo las junte).

Diferentes estilos y géneros, así que por leer no se pueden quejar.

*Les recuerdo que el orden que aparece aquí es conforme se fueron publicando*















Neus Sintes

Un Billete Al Amazonas

Andrés necesitaba urgentemente unas vacaciones. Todos los día se sometía a un estrés constante para llegar al trabajo y rezar para no encontrarse con el tráfico y los atascos que cada mañana se repetían sin cesar. Los coches parados intentando arrancar, algunos intentando maniobrar para intentar colarse por el otro carril, en vano. De fondo el sonido incesante que producía dolor de cabeza, de los pitidos de lo coches, con conductores nerviosos e inquietos dentro sus respectivos asientos.
Con la brisa un folleto fue a parar a la ventanilla del coche de Andrés. Lo asió con la mano. Sin saber por qué se había molestado en cogerlo. Cuando leyó el artículo, no se lo pensó dos veces.
¿"Necesitas un cambio?" - Amazonas te espera. Ven a disfrutar de unas maravillosas vacaciones a un mundo exótico. Tu cuerpo y tu mente te lo agradecerán.
Una llamada telefónica hizo que cambiará el rumbo de su destino.
-No me encuentro demasiado bien para ir a trabajar. - Mintió a su superior - Ajá, - Muchas gracias. Así lo haré. Y colgó.
Cuando pudo salir del atasco, en vez de encaminarse hacía su trabajo, se dirigió rumbo a un viaje al Amazonas, sin equipaje alguno. Tan solo con lo que llevaba encima y poco más.
Cuando aterrizó, se vio envuelto por la abundancia de la selva. Se encontraba en la tercera parte del territorio de Ecuador, en ella viven muy pocas seres humanos, casi todos pertenecientes a pueblos indígenas, que luchan para conservar su forma de vida tradicional, frente a las tentaciones y presiones de la vida moderna.
El destino le había conducido hacía allí por algún motivo. Por el momento era lo que necesitaba. Huir del estrés de la ciudad y desconectar. Mientras pensaba en ello, unos ojos felinos le observaban detrás de un árbol. 
Al girarse, Andrés pudo percibir una sombra entre la maleza, al dar su primer paso, una mujer indígena, del poblado más cercano, salió de su escondrijo, con apenas unos ropajes de tela que le cubrían parte de sus pechos. De ojos vivaces y felinos y una espesa cabellera negra que le llegaba hasta la cintura.
Andrés, sabía que se encontraba en territorio desconocido. Por ello, se dejo guiar por la mujer, que tras caminar un rato, lo guio hacia el poblado. Al llegar y ver a los demás, levantó las palmas de las manos en son de paz. Tenía una misión: ganarse la confianza de los indígenas.









María Elena Rangel

La Maldición de la Diosa

Desde que escuchamos acerca de la Diosa de la Abundancia en aquella charla de la universidad, no habíamos dejado de pensar en ella. Formábamos un grupo unido desde que entramos a la casa de estudios. Éramos tres chicos y dos chicas; todos para uno y uno para todos como los legendarios mosqueteros. Solo que nosotros éramos cinco.

Sedientos de aventuras y, ¿por qué no decirlo? De ambición, ideamos hacer una expedición a aquella intrincada selva, donde se suponía estaba el templo escondido de la diosa. Llegamos al lugar a media tarde, nos dedicamos a levantar el campamento antes de que anocheciera. Al día siguiente tomaríamos nuestras mochilas con las provisiones, y el resto de los implementos que necesitaríamos en nuestra misión, y nos internaríamos en la espesa maleza.

Por la mañana al momento de emprender la excursión, las chicas estaban nerviosas, y por qué no decirlo, nosotros también. No teníamos ni idea de lo que podía estar esperándonos en la oscura jungla. Caminamos y caminamos guiados por la brújula, y el boceto de un mapa improvisado. El atardecer caía sobre nosotros por lo que estuvimos de acuerdo en pasar la noche en un pequeño claro, a orillas de un riachuelo. Los sonidos extraños de la selva alteraban nuestros nervios, y casi no nos dejaban dormir.

Cerca de la medianoche cuando ya habíamos logrado conciliar el sueño, un aterrador grito nos despertó. Tomamos nuestras linternas, recorrimos las cercanías sin encontrar nada fuera de lo normal. No pudimos dormir de nuevo, o eso pensábamos. Al salir el sol nos percatamos de que una de las chicas había desaparecido. Revisamos todo alrededor; al rato la hallamos colgada de un árbol, desangrada.

Asustados decidimos abortar la expedición. Al intentar regresar nos dimos cuenta que habíamos extraviado la brújula. ¡Nos habíamos perdido! En la desesperada búsqueda del sendero por el cual llegaríamos de nuevo al campamento, mis amigos fueron desapareciendo uno a uno. Solo quedaba yo. Sabía que pronto llegaría mi turno; lo que mató a mis compañeros me asechaba, podía sentirlo cerca y no era humano. En ese momento maldije la estúpida expedición. Maldije a la Diosa de la Abundancia.

La noche se cernía sobre el solitario paraje; me senté bajo un frondoso árbol a esperar mi triste y macabro final. La maldición de la diosa, de la que nunca le hablé a mis amigos, nos alcanzó.









Freya Asgard


Miguel se movía rápido, pese a estar todo empapado ya. Quería llegar pronto a su casa, cambiarse esa ropa y sentarse frente al fuego con una taza de café y una buena película. Sí, él no era de tomar alcohol, ni drogarse, su café era lo más parecido a la droga que consumía. Lo liberaba del estrés de vivir en esa selva de cemento, donde cada día se jugaba la vida, pues al salir, no sabía si iba a regresar. Lo peor, es que nadie lo extrañaría. Vivía solo en las afueras de Manhattan y trabajaba en el centro, era toda una odisea llegar a trabajar. 
Había llegado hacía poco más de un año desde México, donde la única abundancia que tenían era la del hambre. Vivían en un pequeño pueblo, su padre se bebía todo lo que ganaban, así fue como murieron sus abuelos, sus tíos, su madre y un hermano pequeño. Su padre se mantenía en alcohol, por eso no le entraban balas. 
Él trabajaba en una oficina de abogados, había llegado como aseador, pero una buena gestión y su rápida maniobra que evitó un incendio que pudo haber acabado con decenas de vidas, , lo hizo ascender a encargado de mantención del edificio. Era bien considerado, no tenía quejas, todos lo querían por lo buen trabajador y por haberles salvado la vida. 
Al día siguiente, las calles amanecieron cubiertas de nieve, según dijeron en la radio, nevó toda la noche. Salió de su casa con más de una hora de anticipación, tanto porque la nieve impedía el buen ritmo y, por otro, porque no faltaba quien estuviera metido en líos y él les podría ayudar. 
Vio el edificio ante sus ojos y pensó que tuvo suerte de no encontrarse a nadie en líos, pero habló demasiado rápido, en plena calle, una chica había quedado atascada en la nieve y venía un vehículo, por suerte, no a mucha velocidad, pero sí ya estaba cerca y no parecía haberla visto. Sin pensar más, Miguel se deslizó por la nieve y se paró al lado de la muchacha haciendo señas para que el vehículo parara, lo cual hizo a milímetros de los jóvenes. 
–¿Están bien? ¿Qué hacen ahí? 
–Ella se atascó, señor, lo siento –se disculpó Miguel. 
La chica estaba casi al borde de la hipotermia, nadie se había dado cuenta de que llevaba allí varios minutos y se estaba congelando. La sacó y la tomó en sus brazos, la entró al edificio para abrigarla en tanto llegaba la ambulancia. 
–¿Es Diana? ¿Es la señorita Diana? –preguntó la recepcionista del edificio e hizo una llamada de inmediato. 
–Hey, chica, despierta, ¿eres Diana? –le preguntó Miguel dándole pequeños golpecitos en la mejilla–. Oye, estarás bien, ¿sí? –Se sacó su chaqueta y se la puso encima, la delgada frazada que le proporcionaron no servía de nada–. Ya va a llegar la ambulancia y te van a llevar, estarás bien, no te des por vencida, no te des por vencida, le avisaremos a tu familia, la buscaremos, ¿sí? Tú solo sigue viva, tú solo sigue viva.
Miguel estaba preocupado. En eso llegó el dueño del edificio y vio que, efectivamente, era su hija la que estaba allí en ese sillón. 
–¿Qué pasó? 
–No lo sé, señor –respondió Miguel–, yo venía llegando cuando la vi parada ahí sin moverse y venía un coche, así que me puse al lado de ella y le hice señas, el chofer no la había visto, es decir, él pensó que estaba cruzando la calle, la sacamos y la traje, ¿la conoce, señor?
–Es mi hija, Miguel –respondió pesaroso. 
Los paramédicos llegaron y se la llevaron de inmediato. 
Una semana después, sin haber recibido más noticias de la chica, más que solo saber que había sobrevivido sin secuelas a la hipotermia, se le acercó Julen Grant, el dueño del edificio y padre de Diana. 
–Miguel, quiero invitarte a cenar a mi casa esta noche. 
–¿A cenar, señor? Yo, no… 
–Ayer salió mi hija de la clínica y hoy quiere agradecerte personalmente lo que hiciste por ella. 
–No hace falta, señor… 
–Vamos, ¿o qué? ¿Te avergüenza comer con nosotros? 
El chico bajó la cabeza. 
–Un poco sí, pero no por ustedes, verá, yo aquí soy un empleado, no me crie en una gran casota, yo me crie en el campo y… 
–No te preocupes, no te haremos pasar vergüenza, mi hija quiere pizza para la cena y sushi, supongo que no tienes problemas con comer con la mano. 
–No, señor –le respondió con una gran sonrisa. 
–Hecho, mi chofer te pasará a buscar a las ocho. Anda informal, por favor, nada producido, a mi hija no le gusta. 
–Sí, señor, gracias. 
Esa fue la primera de muchas cenas familiares. Después de salvar la vida de decenas de personas, entre ellas la esposa de Julen que había quedado atrapada en el ascensor y de salvar la vida de su hija, Julen no tenía más que ayudar a ese joven a surgir. Era un buen hombre y gente así necesitaban para llevar la empresa, ya que su hija quería dedicarse a escribir. 
En los planes de Julen jamás estuvo que su hija se enamorara de Miguel, pero este, que todavía no se daba cuenta de los sentimientos de Diana hacia él, parecía no importarle ella, hasta que un día Julen se le acercó para hablar de hombre a hombre. 
–¿Tú sientes algo por mi hija? 
–Claro, yo la quiero mucho, señor, es una joven muy agradable. 
–No te hablo de amistad o de admiración, Miguel, te hablo de amor. Llevas más de un año con mi familia, ¿no te has sentido atraído por ella como hombre? 
Miguel se puso pálido y bajó la cabeza. 
–¿La amas? 
–Es su hija, señor, yo la respeto y la voy a respetar siempre. 
–Miguel, mírame, ¿me ves enojado? Yo quiero saber si sientes algo por ella. 
–Sí, señor, yo estoy enamorado de ella, pero le juro que no le tocaré un solo pelo, ella es su hija y…
–Miguel, Miguel… ¿no te has dado cuenta de que eres casi un hijo para mí? ¿Y que mi hija también está enamorada de ti y sufre porque tú no la tomas en cuenta?  
–¿Ella está sufriendo por mí? 
–Así es, ¿quieres hacer algo al respecto? 
–¿Me permitiría ser su novio? 
–Por fin, creí que nunca lo pedirías, yo apruebo que sean novios, pero tienes que ir a hablar con ella. 
Miguel así lo hizo. Diana se puso feliz y al año siguiente celebraron su matrimonio, él le hizo un regalo muy especial, una figura de cerámica que imitaba el hielo y donde estaba su amada cuando la vio, a él le pareció una diosa. Claro, no fue una situación agradable, pero fue el momento preciso en el que él se enamoró de ella y supo que sería para toda la vida, aunque fuera tan inalcanzable como esa diosa de hielo que lo conmovió.









Salvador Alba

El Grito De La Madre Selva

Ya habían talado las hectáreas que tenían previsto, pero, previo pago, las autoridades competentes les permitieron ir más allá, donde la abundancia de árboles era máxima.
Ese día se respiraba un ambiente extraño, las nubes encapotaban el cielo, la humedad del Amazonas penetraba en la nariz y la garganta con un aroma extraño y dejaba una sensación de desasosiego, como si algo quisiera corroerte por dentro. Conscientes de esa rareza, los leñadores no cesaron en su labor. Las máquinas trabajaban sin parar, los árboles caían, eran mutilados hasta quedar sus troncos desnudos y eran apilados como a simples objetos. Entonces a todos se les puso la piel de gallina y los huevos en la garganta.
La tierra comenzó a temblar, cada vez con más fuerza. El tremor quedó en segundo plano cuando un grito monstruoso salió de las profundidades al abrirse la tierra en dos. Tres máquinas fueron engullidas por la oscuridad ante la aterrada mirada de los compañeros, que hasta ese momento no habían tenido tiempo de intentar huir. Y pusieron los vehículos a máxima potencia hacia una supuesta salvación.
Cuando tomaron el camino del bosque que aún no habían deforestado el terremoto cesó y llegó la calma. Los trabajadores pensaron que todo había pasado. Nada más lejos de la realidad.
Los árboles extendieron sus ramas y penetraron en las cabinas atravesando de forma brutal los cuerpos de los conductores y copilotos. Cuando las ramas volvieron a su posición natural volvió el temblor, pero esta vez la tierra se alzó a lo largo de casi dos hectáreas para hacer caer a las máquinas en sus entrañas. Se oyó un nuevo grito desesperado y la grieta se cerró.
La Madre Selva se había cobrado su venganza.









Katty Montenegro

Siempre Será Mía

El pueblo parecía una verdadera selva, se había desatado el caos.
—No lo entiendo —comentó un oficial—. Siempre fue un lugar tranquilo, Elizabeth se crió aquí, sus padres parecían tan estrictos.
—Tal vez ese fue el problema —contestó el otro.
—No lo creo. No podemos culparlos por el desequilibrio mental de su hija.
—¿Crees que realmente haya perdido la cordura?
—Estoy seguro de eso. No es normal robarse a una bebé alegando que es su hija.
—Tienes razón. Bien, tu revisa allá, yo me iré por acá.
Los oficiales buscaron por todas partes a la bebé. Rosemary, para cumplir su promesa, se quedó en casa junto a sus cuñados cuidando de Allen.
El día terminó y comenzó el siguiente. Al medio día ya habían revisado todas las casas y escondites posibles, todos los habitantes accedieron a la revisión de sus casas por parte de los oficiales e incluso se ofrecieron a ayudar. Y aún así, no lograron dar ni con la niña, ni con Elizabeth.
—¡¿Me quiere decir que Elizabeth escapó en menos de cinco minutos, que nadie vio nada y que no hay ni un solo rastro?! —Rosemary dejó salir toda su frustración cuando el oficial a cargo le comunicó los resultados.
—Señora, le pido que se calme.
—Abundancia de incopetencia es lo que hay en este pueblo.
Trás decir eso subió las escaleras con paso firme. No se quedaría tranquila, encargó a sus cuñados cuidar de Allen mientras ella iba en busca de Caroline, su hija, que siempre sería suya. Esta vez no podía asegurar que cumpliría su promesa.









Guillermo Arquillos

La Caza

El cazador se internó en aquella selva. La conocía como si fuera su propia casa.

Había estado esperando la ocasión durante varias horas porque el paso del río estaba vigilado y, si no se atravesaba en aquel sitio, era necesario remontar la corriente o seguir el curso del agua una gran distancia antes de poder cruzar. No disponía de tanto tiempo: el cliente había sido muy tajante cuando le impuso las condiciones: la presa tenía que ser entregada viva antes de la puesta del sol.

El cazador se imaginaba el porqué de tanta urgencia, pero no quería hacer caso a aquellas ideas: él solo era un empleado, un simple trabajador. No se consideraba la persona más adecuada para juzgar los planes del cliente y determinar si eran moralmente aceptables o no.

«¿Moralidad?, ¡qué tontería! Lo que necesita uno es mucha faena» —se dijo.

Después de haber cumplido decenas de encargos extravagantes, uno más carecía de importancia. Él era un profesional. El mejor. Por eso lo buscaban los hombres más ricos del Brasil y tenía trabajo en abundancia.

Muchas veces había pensado en que algún día tendría un golpe de suerte, y con el encargo estaba bastante satisfecho. Si todo salía bien, se despediría de aquellos bosques, de aquellos ríos, de aquellas nubes de mosquitos y de aquellas cazas ilegales. Había decidido que se iría a vivir a un pequeño pueblo, donde no hubiera que matar más animales. Él amaba la selva y no le temía ni a las serpientes, ni a los sapos venenosos, ni a los nativos, aunque sabía que en muchos de aquellos poblados de aborígenes estarían deseando darle caza para comérselo medio crudo, como les gustaba, como ya habían hecho con varios conocidos.

Era consciente de que lo único que sabía hacer bien era cazar.

Tenía preparada el arma para disparar desde antes de que el guarda se alejara de su puesto solitario en la ribera. Bebió un poco de su cantimplora y continuó su camino con lentitud apartando maleza, fijándose con cuidado dónde ponía los pies, con los ojos muy abiertos y los oídos bien atentos a cualquier indicio de peligro. No se quería arriesgar porque, en aquella selva, casi todas las amenazas acababan de la peor manera posible.


Tan solo habían pasado siete horas desde que cazador cruzó hacia la selva.

Cuando llegó a la hacienda, los camareros estaban sirviendo la gran fiesta que había comenzado al medio día, con varios de los hombres de mayor fortuna del país. El Sr. Mauro Harris, el propietario, agasajaba a sus invitados con la mejor comida, los mejores vinos y la música más selecta. Cuando el sol se pusiese, todos estarían encantados con la sorpresa que tenía preparada.

Pero quien se presentó fue aquel guarda, no el cazador. Y venía corriendo, nervioso. Se había perdido varias veces por el camino. Los empleados, al verlo, lo llevaron al ala sur, la más alejada. Llamaron al señor.

Harris, que venía con un ayudante, traía las cejas arrugadas y las manos en la espalda. Apretaba con fuerza los labios.

—De modo que ha abandonado su puesto y ha venido hasta aquí —lo miraba con desprecio.

Sus planes no estaban saliendo como los tenía previstos.

—Efectivamente, Sr. Harris.

El guardia dudaba del tratamiento que debía darle. Sujetaba con ambas manos, la gorra de su uniforme. Tenía los hombros caídos y el rostro todavía mojado por el sudor.

—Yo había enviado a un hombre. ¿Qué sabe de él?

—Fue horrible, señor.

—¿Horrible?

—Espantoso. Sí, señor, ya lo creo. Espantoso. —Tragó un poco de saliva—. Aquel hombre se acercó a la orilla opuesta del río y me explicó que tenía órdenes de usted para hacer una caza muy especial. Me pidió a gritos que me acercara con la barca para que pudiera cruzar hasta este lado del agua. Que me diera prisa, porque estaba herido.

—¿Herido? —Harris levantó las cejas.

— ¡Oh!, sí señor. Ya lo creo. Muy herido. —Volvió a tragar saliva—. A su espalda comenzaron a oírse voces y gritos: eran los aborígenes de aquella parte del río y lo estaban persiguiendo. —Hizo una pausa—. Lo estaban cazando, señor.

Durante un momento el Sr. Harris pareció reflexionar. Pero el guarda volvió a hablar.

—Usted sabe, señor Harris, que las leyes prohíben ciertas cazas en la selva. Se consideran ilegales, señor.

Harris le clavó la mirada.

—Señor, yo tengo un sueldo miserable y debo mantener a mi mujer a mis dos chavales. —Sonrió—. Usted no sabe lo mal que lo pasamos… y, bueno, señor, la ley castiga con dureza ciertas actividades…

Harris entendía a la perfección lo que le decía el guarda.

—Está bien. Pero, antes de hablar de este asunto, cuénteme lo que ha sucedido con el hombre que yo envié.

—Fue horrible, señor. Ya lo creo. Horrible.

El guarda sujetó con fuerza su gorra, apretando la visera. Harris no apartaba su mirada de aquel hombre.

—Vi cómo los salvajes lo cazaron.

A continuación contó cómo habían salido decenas de nativos desde la selva y cómo aquel hombre ya no pudo atravesar el río porque estaba herido. Tenía toda la ropa manchada de sangre y le gritó para explicarle que estaba allí para cazar de forma ilegal.

—Me pidió ayuda, pero yo no pude socorrerlo sin poner mi vida en serio peligro.

El guarda ahora hablaba pausadamente.

—De repente, uno de los aborígenes gritó. Aquello era una señal: lo acribillaron con sus flechas y terminaron arrastrando su cuerpo muerto entre la maleza. Como si fuera un animal. Si no cruzaron el agua, fue porque conocen bien que la magia de nuestros palos de fuego les impide pasar.

Harris quedó pensativo unos instantes.

—¡Pobre hombre! —dijo sin alterar su rostro.

—A estas horas, señor, se lo estarán comiendo. Ya lo creo, señor, medio crudo, como …

—…¡No hacen falta los detalles! —gritó Harris—. Ya conozco sus costumbres.

Al guarda se le iluminó el rostro cuando dijo:

—En fin, señor. Espero que se acuerde de que el cazador iba a hacer algo ilegal. Algo muy grave. Y yo tengo familia…

Harris torció la boca en una mueca que simulaba ser una sonrisa. Sus palabras no llegaban a ocultar la repugnancia que sentía por el funcionario:

—Es cierto, es cierto... Bien, no hay nada que no pueda arreglarse con un poco de comprensión.

—¡Oh!, sí, señor, ya lo creo. Un poco de comprensión resolverá todo este asunto. El comandante Dos Santos no debería enterarse de nada. ¿Sabe? —Sonreía con los labios un poco torcidos mientras hablaba—. Nuestro superior, el comandante, siempre insiste en la importancia de las leyes que protegen la fauna salvaje.

—Bien, bien… Ahora debo ausentarme durante unos minutos —dijo Harris con decisión—. Estaré de vuelta en cuanto me sea posible. Alessandro, por favor, acompaña a este caballero hasta mi regreso —ordenó al empleado. Y se fue sin decir nada más.

Mientras esperaba, el guarda se sentó y fue paseando su mirada por aquel amplio salón. Nunca había visto tanta riqueza. A los maravillosos cortinajes, mármoles, cuadros, lámparas y espejos había que añadir el enorme jardín que se veía a través de los ventanales. Estaba muy cuidado. Al fondo, se divisaba lo que parecía ser un laberinto vegetal y una especie de enorme bosque. Todo ello dentro de los muros de la hacienda.

Quizá pasó una hora. El hombre se aburrió. Pero Alessandro no cruzó con él ni una sola palabra durante aquel tiempo.

De repente, regresó el Sr. Harris con dos amigos. Se quedaron de pie. Uno de ellos era un desconocido para el guarda. Él abrió bien los ojos mientras se incorporaba. Le resultaba increíble, estaba asombrado: junto al señor Harris y a aquel extraño, estaba el comandante Dos Santos, su superior.

Se cuadró.

Dos Santos sonrió e hizo un gesto desganado, algo parecido a un saludo militar.

—Alessandro, por favor —dijo Harris—, ¿puedes traer el material que está preparado?

—De inmediato, señor —contestó este. Y abandonó la sala.

—Bien, caballero, creo que es conveniente que conozca la situación con detalle —dijo Harris.

El funcionario no comprendía a qué venía todo aquello.

—El hecho de que usted haya llegado a mi hacienda y haya visto lo que ha sucedido con cazador nos coloca, a mis amigos y a mí, en una situación, digamos… incómoda.

Alessandro volvió a entrar en la sala. Traía varios arcos como los que usaban los nativos, con unas cuantas flechas.

—El encargo que tenía el cazador era traer vivo a un salvaje —sonrió Harris—. Esta noche, íbamos a jugar todos a cazarlo. Lo íbamos a perseguir en mi bosque, dándole alguna ventaja, por supuesto. Nos gusta el deporte justo y, por descontado, tendría una oportunidad para luchar por su vida. Nuestras armas serían estas: unos arcos y unas flechas iguales a los que ellos emplean. Él podría correr, huir y esconderse durante sesenta minutos. Pero, ahora, fíjese qué contrariedad, ya no puedo agasajar a mis invitados según el plan previsto.

Los tres hombres clavaron sus ojos en el rostro del funcionario.
—Nosotros, en cualquier caso, vamos a tener nuestra diversión. Por cierto —hizo una pausa—, no admito su chantaje. De ninguna manera. El comandante Dos Santos, aquí presente, está de acuerdo conmigo.

Hizo un gesto con la cabeza hacia el oficial y, con una sonrisa, añadió:

–Le damos cinco minutos de ventaja. La caza empezará dentro de cinco minutos exactos. Huya. Tiene la oportunidad de luchar por su vida durante una hora.

Y añadió:

—Usted será nuestro trofeo. Márchese, escóndase por el bosque. Será divertido.

Alessandro abrió un ventanal. Dando un salto, el guarda echó a correr hacia los numerosos árboles que había dentro de aquellos inmensos jardines.









Eelynn Cuellar

Viaje Inolvidable

No es que viva en la abundancia, como muchos pensarían. En realidad pasé muchos años ahorrando para poder hacer este viaje. En la agencia lo anunciaban como: «una experiencia inolvidable para toda la vida».

Y tenían toda la razón, esto nunca lo olvidaría, es más, será mi último recuerdo en este mundo. Hacer el viaje a las Amazonas e internarme en la selva, jamás me hizo sospechar que llegaríamos a una tribu caníbal, y nosotros somos el plato principal está noche.














Neus Sintes

El Pecado De La Noche

El espectáculo que habitaban en las calles de Madrid, sobre todo a altas horas de la noche, estaba regida por la lujuria del pecado. A cada esquina se podían apreciar bellas mujeres que se ganaban la vida, exponiendo sus cuerpos, cerca de las aceras donde pasaban los coches, para atraer a clientes.

Mientras otros dormían. Las mujeres de la calle gobernaban las aceras del barrio, provocando a cualquiera que pasara caminando o cruzando con el coche. Otros en cambio iban directos a sabiendas de que encontrarían mujeres ansiosas por gozar y ser gozadas.

Tyna asió su bolso de leopardo y vestida con una corta minifalda color roja que le marcaba sus anchas caderas y parte de sus muslos carnosos. En la parte superior, llevaba puesto un top negro que le cubría sólo los pechos, se podía percibir el nacimiento de unos exuberantes senos erguidos. Con sus uñas pintadas de rojo al igual que sus labios se encaminó contorneando sus caderas con sus tacones de aguja, donde la calle la esperaba para atender a sus caprichosos clientes.

-¡Preciosidad!- silbó uno de ellos desde un gran coche llamativo.

Tyna se acercó contorneando sus caderas y asomó por la ventanilla, dejando a la vista sus grandes pechos.

-¿Te gustaría trabajar para mí, muñeca? – le dijo con curiosidad. – Eres demasiada bonita para estar en las calles.

Tyna no se lo pensó dos veces y entró en el coche. Mientras, le explicaba que podría trabajar para el en un burdel teniendo su propia habitación, que pagaría con sus servicios.

-Te estoy ofreciendo algo que no ofrezco a cualquiera , muñeca. Pero antes de que aceptes, tendrás que demostrar lo que vales.

-Te lo demostraré, cariño - No te arrepentirás. - le dijo Tyna mientras se desprendía de su vestimenta. El la detuvo.

-Aquí, no – conduciéndola al que podría ser su nuevo lugar en el mundo del sexo.

Las puertas se abrieron y Tyna tuvo la sensación de estar en un mundo muy distinto. Puertas camufladas, escaleras misteriosas y baños que escondían algo más. Era un espacio que impresionaba por sus butacas de terciopelo rojo, alfombras de leopardo y robusta barra de madera.

Algo más en el fondo de la estancia, era de color negro. Había varias personas con poco ropa y la que llevaban era de cuero. No tenia palabras para lo que estaba presenciando, veía mujeres, como ella con su marido o Su Señor, que llevaban cada una un collar negro, junto con una cadena que pendía de él.

-Bienvenido a tu nuevo hogar.

Tyna observaba como el aire se estaba cargado de erotismo y sexualidad. Al lado de ellos se encontraba una pareja. La chica sumisa estaba atada con las manos en la espalda y su amo pasaba las manos por todo su cuerpo. Sentado en un banco de la barra la colocó de espalda a él y empezó a tocarla.

-Cielo – Lo que estas viendo es lo que debes aprender. Eres una principiante que debe aprender a exhibirte cuando yo, tu amo y señor te lo ordene, sin recibir una negativa.

-Tyna – asintió. Sin rechistar.

El hombre que se hacia llamar Felipe se deshizo de la falda roja con suma facilidad. A continuación, le ordenó que se deshiciera del top. Hizo lo que le ordenaba, imitando a las otras chicas que se encontraban en el local clandestino .

Tyna abrió las piernas un poco para mantenerse de pie y su ahora llamado "Señor", introdujo la lengua en su vértice íntimo y pasó la lengua por su nudo de placer. A Tyna se le erizó la piel. Estaba al borde del clímax por todos los acontecimientos ocurridos y por sentir el dilatador anal, que lejos de incomodarle la hacía sentir más excitada.

Por su parte, Felipe disfrutó lamiendo su sexo, embriagándose de su olor y su sabor. Su dulce sumisa, tenía un sabor parecido a la miel y eso le fascinaba.

Felipe acarició el cabello de Tyna, recorriendo el camino por su espalda. Beso su columna vertebral y ella gimió y suspiro de placer. Siguió besando su columna y cuando llego a sus glúteos, entreabrió las piernas, pero estas le temblaban ligeramente cuando percibió la erección dentro de ella. Felipe se separó de ella lentamente, dando una palmada de aprobación a sus carnosos y duros glúteos.

-Bienvenida, muñeca – le dijo al finalizar. – Estas hecha para este lugar. Prosiguió – Si complaces a mis clientes y a mi servicio, no te faltará de nada. .

-Tyna – asintió - jadeando por el cansancio.

Una vez a solas en la habitación, miró por la ventana y observó el contrato firmado que tenía ante la mesa. Entonces, se percató de que había decidido abandonar su libertad por una habitación propia, en un burdel en el que ahora, se había convertido en una sumisa más del bar clandestino. Su firma grabada en el papel color plateado era la prueba de que aceptaba los términos con todo lo conllevaba. 









María Elena Rangel

Al Calor del Pecado

Desde aquella noche en que te vi por primera vez no he dejado de pensar en ti... De desearte... De anhelarte... Todo mi cuerpo te extraña sin haberte tenido nunca.
Eres como el pecado: tentador... Seductor... Lujuria pura. Quiero perderme en ti, en tu sedosa piel que me llama a gritos.
Me digo a mí misma que esto es una locura. Que está llama que enciendes dentro de mí me quemará como el propio infierno.
Pero no importa... Está noche me dejaré abrazar por el pecado. Arderé en las llamas de tu pasión desenfrenada. Sé que me deseas también, lo veo en tu mirada que me incita.
Juntos daremos rienda suelta al placer sensual que nos consume lentamente, hasta incendiarnos en ardiente placer.









Eelynn Cuellar

Todo Se Vale

Siempre se ha utilizado la noche para justificar algún pecado que realizamos. Tras la oscuridad intentamos ocultar quizá aquello que nos avergüenza, que no hacemos en el día y con gente a nuestro alrededor. Pero esa intimidad que conseguimos a esas horas no se puede encontrar con facilidad en otro horario. Ya me veo encendiendo velitas e incienso con música de fondo mientras estamos en plena acción, o sirviendo alguna copa de vino al mediodía... Hay que ser honestos, amamos hacer por las noches muchas cosas, muchas marranadas... En mi caso puedo asaltar el refrigerador a las 3 am, tragarme todo lo que encuentro en mi camino, regresar a la cama con si nada hubiera pasado y es muy fácil echarle la culpa a todo el mundo.









Salvador Alba

La Pecadora

—Ave María purísima.
—Sin pecado concebida. Dígame, hermana, ¿qué pecados le traen a mi vivienda personal a estas horas de la noche?
—El séptimo, Padre.
—Veo que es una joven muy devota. Cuénteme.
—Verá, estoy cansada de la vida que llevo, no quiero aguantar más las asquerosidades que tengo que soportar en el club y…
—Entonces, también ha pecado contra el sexto —interrumpió.
—Sí, claro, pero es por necesidad. Tengo una familia que mantener en Perú. Ellos no lo saben.
—Hay trabajos decentes que no manchan el alma, hermana.
—Sí, claro, pero usted no sabe lo grande que es mi familia y la desgracia que tenemos allá. ¡Ay, lo que daría por tener un trabajo bien pagado y decente!
—Si desea lo que otros tienen, también carga con un pecado añadido sobre sus espaldas.
—¿Puede dejar de llamarme pecadora?
—Solo quiero hacerle ver los actos que mancillan su alma.
—¡Ay, por dios!
—Otro pecado más, el primero: no pronunciarás el nombre de Dios en vano.
—¡Pare ya! Necesito ayuda —rompió a llorar la joven.
—Lo siento, hermana. Prosiga con su confesión.
—Ay, pues que robé un alijo de coca del dueño del club y me han dicho que usted puede ayudarme.
—Haber empezado por ahí, hermana. ¿Le sigue alguien?
—Creo que le perdí la pista a mi jefe y sus matones.
—En ese caso, vayamos al almacén solidario. En un par de horas le escoltaré hasta un lugar seguro, en el que le comprarán la coca y la pondrán a salvo a usted.
—¡¡Muchísimas gracias!! ¿Es… usted sacerdote en realidad? —titubeó.
—No me mire de ese modo, acaba de infringir el noveno mandamiento: no tendrás deseos impuros.
—¡Pare ya!
—¿Has trabajado hoy?
—Claro, no creerá que visto así en mis días libres.
—Santificarás las fiestas, hoy es domingo, ya van seis. ¿Me has mentido en algo?
—Por supuesto que no, vayámonos ahora.
—Está bien, pero tampoco amas a dios sobre todas las cosas, de lo contrario cumplirías con los mandamientos. Solo espero que no hayas matado a nadie.
—No, pero estoy a punto.
—En realidad, tampoco honras a tus padres, dedicándote a lo que te dedicas… Nueve de diez mandamientos saltados a la torera, ¡pecadora!









Guillermo Arquillos

Marcos y Chelo

Aquel febrero, Chelo se marchó y dejó a Marcos. Andrés era una especie de artista de estos que no se sabe muy bien qué se dedican, pero que gana una cantidad insultante de dinero en las exposiciones con sus pinturas y esculturas. Nada volvió a saber de la pareja que formaron Chelo y Andrés.
Marcos pensaba que lo más fácil es que hubieran acabado en el infierno, mira, donde merecían estar ella con su Andrés y con su pecado: la chica lo había dejado porque prefería un lujo que él no podía darle.
A partir de aquella noche, Marcos empezó a visitar un montón de bares a los que nunca había ido con Chelo. Antes, ni siquiera sabía que existían. Allí, noche tras noche, conseguía que su cabeza no diera más vueltas con los recuerdos de su novia, del amor que se tenían, de su viaje a París, de la casa y la familia que soñaron juntos y que nunca consiguieron. Andrés se había llevado a su chica antes de que tuviera oportunidad de demostrarle que ella podía ser feliz con un funcionario de Hacienda que la quería.
El sueño de Chelo, en cambio, pasaba por el lujo de un descapotable y por playas donde tumbarse al sol durante horas. Su obsesión era estar siempre bronceada.
 Y Marcos empezó a beber. Primero salió una noche a tomar una copa, a la noche siguiente un par de ellas. A los pocos meses los camareros lo conocían y, a partir de cierta hora, ya no le ponían más porque terminaba espantando a la clientela. 
Pasó un año y volvió a ser febrero. Marcos se hundía cada vez un poco más en el fango de su propia miseria, bañado en alcohol. Algunas veces hasta faltaba al trabajo. Su jefe, en un primer momento, solo le llamaba la atención. Pero, más tarde, empezó a amenazarlo con abrirle expediente: no se podía volver a presentar borracho al trabajo.
Más tiempo, más fango, más alcohol, más vivir sin poder levantar la cabeza. ¿Quién te habría dicho que ibas a llegar a esto Marcos, tú que lo tenías todo controlado cuando Chelo estaba contigo?
—A esa mujer la conozco yo —le dijo al camarero.
—Tío, no me suena… yo creo que es la primera vez que viene por aquí.
Se quedó mirándola y le dijo a Marcos:
—Está buena y parece que está sola, ¿no? A lo mejor resulta que es simpática… ¿por qué no le entras?
«Me da pena este tío. Es buena persona. Ojalá que le dé un vuelco la vida» —pensó el camarero.
El estado de Marcos era lamentable. Había bebido mucho más de lo que su cuerpo podía aceptar.  Para acercarse a la chica, se tuvo que ir sujetando todo el rato de la barra.
—Yo te conozco, ¿verdad? —le dijo cuando estuvo cerca. Apenas se le entendía.
Ella se le quedó mirando los ojos muy abiertos. No dijo nada. Su cara parecía rechazar el estado de Marcos.
—¿De verdad que no te conozco?  Tu cara me suena un montón…
Más silencio.
El otro tipo se acercó por detrás:
—Te tengo prohibido que hables con nadie y menos con borrachos. ¿Cómo te lo tengo que decir?
La sujetó con fuerza del brazo. Ella miró a sus zapatos y siguió sin decir palabra. 
—Las zorras como tú os empeñáis en no reconocer quién os da de comer y no queréis hacer ningún caso a lo que se os dice. 
Y retando a Marcos con la mirada, dijo:
—Venga, seguro que hay otro sitio donde no haya tanto borracho como aquí. 
Tiró un billete de cincuenta en la barra y la obligó a que lo siguiera hacia la puerta. 
—Ya no puede uno ni ir tranquilo a mear.
Se notaba que le hacía daño en el brazo.
Se fueron del bar. Y hubo silencio durante unos segundos.
 —Oye, Marcos —dijo el camarero—, ¿a que no sabes quién era el tío ese?
—…
—Pues Andrés Cástor, un famoso. Vive en Francia, en un casoplón que sale en las revistas. Está aquí  porque tiene una exposición de esas en el centro. No me acordaba que había venido con la chica.
Entonces Marcos recordó que, desde el fondo de los ojos de la muchacha, lo había estado mirando Chelo, con un aspecto totalmente nuevo. 
Aquella noche, Marcos dejó de beber. 









Freya Asgard

Venganza

Aquella noche salí sin rumbo fijo. Me sentía frustrado y molesto, pues ese día todo me había salido mal. Llegué al centro de las ciudad y me dirigí a un antro donde el alcohol y el pecado estaban a la orden del día.
Vi a una mujer hermosa y sola. Me acerqué a ella, sabía bien que no me rechazaría.
-Hola, hermosa.
-Hola. -Me sonrió, estaba en mis manos.
-¿Qué bebes?
-Margarita.
-El siguiente te lo invito yo.
Se bebió su copa de un trago.
-¿Y por qué no me invitas a otro lado, mejor?
Sí, Señor, estaba en mis manos y más rápido de lo que creí.
Llegamos a un hotel, jamás llevaba a nadie a mi casa. Una vez allí, empezamos a hacer el amor, siempre el mismo ritual: sexo y muerte.
Cuando la iba a atacar, ella, en vez de asustarse, sonrió.
-Así que tú eres el maldito que le gusta asesinar mujeres, sabía que te encontraría.
Su rostro comenzó a cambiar y en su boca salieron amenazadores colmillos.
No, no me mató, me dejó en una mazmorra donde cada noche bebe un poco de mí, quiere que sufra lo que esas mujeres a las que asesiné. Una noche por cada una de ellas… me quedan más de cien noches.









Katty Montenegro

Por Mi Hija, Todo

A Rosemary la criaron para perdonar, le enseñaron desde pequeña que el único que puede juzgar es Dios, pero en ese momento se lo cuestionó, pues no podía dejar pasar algo así, ¿Cómo podía ignorar un pecado tan grave? Sobretodo considerando que involucraba a su propia familia. Esa mujer había inventado cosas de su marido, la había secuestrado a ella y a sus hijos, le había robado a Caroline, su bebé, y como cobarde se dió a la fuga.
Mientras caminaba recordó un lugar del que habían hablado cuando aún eran amigas. Elizabeth le había aconsejado alguna vez, que fuera allí si quería dar el siguiente paso con Ellery, por supuesto nunca le hizo caso, pero la escuchó detenidamente y sabía dónde estaba. Además, también le había dicho que al ser subterráneo nadie la podría encontrar.
Cuando llegó al lugar que le había indicado, se encontró con un montón de cosas bloqueando la entrada. En ese momento agradeció no hacerle caso, pues entendió que solo era una trampa para ponerla en evidencia.
Antes de salir había tomado una pistola que su marido guardaba, Elizabeth llevaba una la ultima vez que la vió y no volvería a quedar desarmada frente a ella.
Esperó a que fuera de noche para ir a la casa de su ex mejor amiga.
—Rosemary —dijo horrorizado el padre de Elizabeth al verla con un arma.
—Si no te interpones no pasará nada, vengo a buscar a mi hija, una vez que la tenga me voy. Se que Elizabeth tiene un escondite. Y creo que una de las entradas está aquí, en tu patio. ¿Me dejas pasar?
Quité el seguro de la pistola, entraría sin importar la respuesta.








Cuál les ha gustado más???

Muy variados no????

Y ya saben más o menos cada 15 días saldrá la siguiente recopilación y también cada mes está la recopilación del reto mensual.

Gracias por leernos y pronto más relatos!!!






No hay comentarios.:

Publicar un comentario